lunes, 18 de octubre de 2010

De Liberales y Republicanos



          Un profesor de filosofía política, que supe tener, un día encontró útil tratar de explicarnos cuáles eran las diferencias entre un defensor acérrimo del Liberalismo y uno del Republicanismo. En realidad, no estoy muy convencido que la distinción sea como la pintaba, y dedicaré otro artículo a explicitar mis diferencias con él. Sin embargo, una eminencia como él, supo lograr que la mayoría de sus alumnos tomaran la misma sin vacilaciones. Igualmente, antes de pensar que dicha comparación no nos aporta nada a estas alturas, te pido que leas la explicación que me dio aquella vez mi profesor y luego sigas mi análisis, el cual tratará de aplicar esa simple disquisición a un caso muy candente de la realidad política uruguaya de nuestro momento.

En su distinción indicaba que una postura liberal sería aquella que sostiene que existe una esfera privada de cada ser humano en la cual nadie debe inmiscuirse. Esas decisiones privadas le son exclusivas al individuo y de ellas se hará responsable ante él y no ante los demás. En este sentido, podemos asociar a la idea de libertad liberal una noción de libertad negativa, como supo presentarla Isaiah Berlin, un autor liberal. Negativa porque se refiere al campo dentro del cual el hombre puede actuar sin obstrucciones de otros; a partir de esta concepción se deja de ser libre cuando un tercero nos impide realizar cualquier actividad en aras de alcanzar una meta. El punto central es la intromisión de otros hombres que le impidan actuar en la forma que desea; en consecuencia se es libre en cuanto no existan estas interferencias y obstáculos. En dicha esfera privada, protegida de la acción externa, sería donde el ciudadano se realizaría y lograría llevar adelante su vida con la mayor “felicidad” posible para él.

El sentido positivo de la libertad, también siguiendo a  Berlin, surge del deseo de gobernarme a mí mismo, o, por lo menos, de “participar en el proceso por el que ha de ser controlada mi vida”, identificado también con “libertad para”. Lo que introduce una gran complejidad en esta descripción es que se mezclan aquí aspectos internos de la libertad (moral) con el autogobierno colectivo (política). La libertad positiva se identificaría entonces con ideas como autodirección, autonomía, autodeterminación, autorrealización personal, pero también con “tener voz en las leyes y actividades de la sociedad en la que se vive” o “participar en el proceso por el que ha de ser controlada mi vida”. De esta forma, el concepto positivo, decía mi profesor, servía de base para el Republicanismo. El mismo defendería una esfera pública donde el ciudadano realmente se realizaría y lograría alcanzar la “felicidad” a través de la participación ciudadana efectiva. Se ha escrito mucho sobre qué tipos de valores y comportamientos deben tener los ciudadanos para su desarrollo y éxito; se suele hacer énfasis generalmente en la participación ciudadana, valores cívicos y su oposición a la corrupción. Sin hacerse ilusiones sobre la virtud del hombre, comprenden, aristotélicamente, que es menester confiar en el ciudadano medio, trabajador y honrado, que hace posible la ciudad y la práctica política. De esta forma, sería posible afirmar que el republicano defendería que el conjunto de los ciudadanos entienden mejor lo que es “el interés general” de todos los miembros de la comunidad y, por ende, es menester para la comunidad interferir, en algunos casos, con las decisiones de los individuos con el fin de imponer “el buen vivir”, “la igualdad”, “la felicidad”, etc., a aquellos que no siguen dichas concepciones.

En algún pasaje de la Constitución dice algo así como que “la soberanía radica en la nación”…que somos todos los ciudadanos “activos” del Uruguay. Para el republicano, entonces, no habría nada más soberano que el resultado obtenido por una iniciativa canalizada a través de los Mecanismo de Democracia Directa previstos en la Carta Magna y que llega a la consideración popular. La Democracia Directa, que en nuestra Constitución está prevista desde 1917 para Plebiscitos y 1967 para Referéndum, sería como lo más parecido al demos votando en el pasado ateniense.

Más allá de todo esto, en el nuestro país estamos viviendo los inicios de un debate particularmente complejo. La derrota obtenida por las dos últimas iniciativas de reforma constitucional ha llevado al Gobierno a plantearse la idea de lograr los objetivos buscados a través de otros mecanismos. El gobierno se alista a enviar dos proyectos de ley al Parlamento que pretenden terminar con la Ley de Caducidad, si la Suprema Corte respalda, y permitir el voto extra-territorial de los uruguayos. Un extranjero que viva en el Uruguay se preguntará: ¿El año pasado, a esta altura, los uruguayos no votaron sobre estos temas? ¿No se llenaron la boca hablando una vez más gala de sus ejemplares tradiciones democráticas? Es verdad, votamos. Es verdad, perdieron ambas iniciativas. Es verdad, el Gobierno se apresta a decirnos que no es lo mismo “ilegalizar” que “anular”. O que “epistolar” no es igual a “consular”. Podemos estar de acuerdo en la segunda presentación, pero no así en la primera. Sin embargo, hay algo más interesante para analizar.

Es muy interesante analizar la situación planteada. Existe una serie de grupos  políticos que afirman que existe una serie de derechos inalienables que no pueden ser puestos a consideración de mayorías circunstanciales. Típica postura liberal. Existen otra serie de grupos políticos que afirman que la decisión soberana de los ciudadanos es palabra “sagrada” y que no es posible andar dando vueltas al asunto para tratar de “falsear” la voluntad popular. Típica postura republicana. Los primeros, son los frenteamplistas. Los segundos, los colorados y los blancos. Que los partidos tradicionales sean adeptos al republicanismo no es cosa nueva. Los uruguayos somos todos bastante republicanos por la construcción nacional llevada adelante por los partidos fundacionales. Ahora, en realidad, más novedosa es la posición liberal de la izquierda nacional en este caso. Habría que preguntarse si los voceros oficialistas son conscientes de su postura y su discurso. Tantas veces usaron como insulto el ser liberal de otros ciudadanos en su momento que llama la atención su soltura hoy en día.

El tema central, más allá de la ambigua postura de los parlamentarios oficialistas, son las “trampas” que están dispuestos a realizar. Porque nadie prohíbe volver a insistir con el tema del voto de los uruguayos radicados en el exterior. Más difícil es la insistencia en la “Ley de Caducidad”, que con veinte años de diferencia, soportó dos decisiones populares confirmatorias. Sin embargo, el tema es que no han pasado 12 meses de ambas derrotas. Además, se trata de cambiar la voluntad popular por “las manos de yeso” de las mayorías parlamentarias que se han logrado.

Si ayer se recurría a la soberanía popular para “vetar” iniciativas de anteriores gobiernos. Si decidieron comprometerse con la Democracia Directa para resolver el tema, y sin importar que uno se declare “anti-liberal”, no sería más serio emprender, junto a las próximas elecciones un nuevo intento de reforma constitucional. Eso sí, esta vez sería mejor que se llevaran adelante las negociaciones necesarias tendientes a lograr los apoyos políticos suficientes para las mejores propuestas posibles al ser, entre otras cosas, legalmente razonables. No solamente el Gobierno debe comprometerse con una salida así, las distintas oposiciones que se observan también deben poner de su parte. No hay que tomarse a la ligera la situación, los hechos son graves. Más aún por la forma que por el fondo. Está en todos nosotros, los ciudadanos uruguayos sin importar la ideología,  lograr que los intentos queden en eso… solamente intentos.

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